En el estado de confinamiento que llevamos en España desde el 14 de marzo, cada cual tendrá un listado de lo que más le preocupa de esta situación, atendiendo a los tres momentos temporales posibles: pasado, presente y futuro.
Partiendo de los contactos diarios que tengo con mis pacientes, vía mensajes, me llegan algunas de esas preocupaciones, que son variadas en función de su realidad previa a la pandemia, de su edad, de su status socio-económico y de su salud.
Así, algunas personas refieren sus dudas sobre qué pasará con sus empleos cuando se vuelva a la normalidad, se cuestionan si sus jefes les reducirá el sueldo o, incluso, si la empresa les informará que ya no cuentan con sus servicios.
En la misma línea se sitúan las personas que trabajan por cuenta propia, es decir, los autónomos, quienes están sufriendo duramente este desequilibrio de la balanza entre ingresos y gastos, llegando los primeros a cero y casi manteniendo los segundos, muy a su pesar.
Por supuesto también recibo expresiones de miedo por contagio del coronavirus, ya sea en primera persona o bien que algunos de sus familiares den positivo en algún momento. La indefensión se ha acentuado en estas últimas semanas, lo que conlleva una mayor conciencia de vulnerabilidad y, por lo tanto, más generación de temor.
También leo casos de personas frustradas porque los planes previstos para estos meses tendrán que ser postergados muy posiblemente hasta el último trimestre de 2020 o inicios de 2021. Hay lamentos sobre viajes programados hace tiempo, eventos como bodas con todos los detalles cerrados desde 2019 o planes académicos-profesionales para el curso 20/21, los cuales deberán ser revisados y actualizados en función de la evolución de esta pandemia.
Otro grupo se queja directamente del propio confinamiento, de no poder salir de casa, de no poder ir al parque, quedar con amigos, acudir a algún evento cultural o deportivo… en definitiva, protestan por sentir que sus vidas les pertenece un poco menos.
Todas las lamentaciones y estados emocionales me parecen respetables, aunque podamos distinguir -desde la objetividad- que algunas situaciones son peores que otras.
En este sentido, las que más tristeza me producen son las que se relacionan con los mayores, desde el plano de la inquietud por su salud, la pérdida vital de alguno de ellos, o incluso la imposibilidad de poder visitarlos y estar lejos, aun viviendo cerca.
El miedo a que un familiar mayor enferme es entendible. Sólo hay que mirar los datos de contagiados y fallecidos por el COVID19 para darnos cuenta del riesgo que corren. Cuando se confirma un positivo en una persona mayor y, por desgracia, no logra superarlo nos situamos en un escenario de máximo dolor, no sólo por la pérdida en sí misma, sino porque las circunstancias no permiten acompañar ni despedir a ese familiar como sí haríamos en momentos diferentes, sin pandemia.
Todos los ejemplos de temor, miedo, malestar que me llegan y os traslado seguro que son entendibles por ti, pero curiosamente el que más abunda entre las personas que contactan conmigo en estos días es el relacionado con no poder acercarse ni abrazar a sus familiares, especialmente a los más mayores.
Quizá pienses que resolver esa tristeza es relativamente fácil: sería suficiente con recordarnos que, en unas semanas, podremos estar con ellos. Y en parte estaría de acuerdo con usar ese futuro a corto plazo para calmar el presente doloroso; sin embargo, el hecho de no saber qué pasará en este tiempo, esa sensación de impotencia parece generar la base para que la angustia tenga más espacio entre cada uno de nosotros.
Ahora más que nunca, cabe reflexionar sobre la frase de Albert Einstein: “Dios no juega a los dados con el Universo”
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Manuel Salgado Fernández
Psicólogo clínico y del deporte // Col. AN-2.455